Y se llevaron a Jesús, y cargando con la cruz, salió hacia el lugar que se llama la Calavera, en hebreo Gólgota.
El ancestral pendón camina, conduciendo la morada marea que presurosa desciende hasta la iglesia nazarena. Ya en derredor de la puerta de la Consolada, Úbeda, que no ha dormido, asiste contrita a la escena; silencio, Miserere; entre incienso y lirios el sol toca su cara, cruz a cuestas, medio muerto, por la Vía Dolorosa Jesús avanza.
Una vetusta campanilla que le precede, pregona el paso del reo, el amargo amanecer presagia la tragedia que será vivida; cientos de tulipas le envuelven, sus fieles trompetas le lloran, y pese a cargar el madero, y a la tortura vivida, su sereno rostro revela que su victoria está ya servida.
Los suyos, amedrentados no se atreven a confortarle, son las valientes mujeres, que por parir saben de dolores, las únicas que se aventuran; “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”; de entre las santas mujeres una gallarda se acerca, de su cabeza saca el velo y a Jesús la cara seca; él le mira agradecido y una reliquia le entrega, el vero icono de su rostro para que recordarle puedan; más no le otorgó uno, que hasta en eso se dió generoso: tres le fueron concedidos; el primero para Roma, otro para Jerusalén, y el tercero, tengo por cierto, dióselo para Jaén.
El ancestral pendón camina, conduciendo la morada marea que presurosa desciende hasta la iglesia nazarena. Ya en derredor de la puerta de la Consolada, Úbeda, que no ha dormido, asiste contrita a la escena; silencio, Miserere; entre incienso y lirios el sol toca su cara, cruz a cuestas, medio muerto, por la Vía Dolorosa Jesús avanza.
Una vetusta campanilla que le precede, pregona el paso del reo, el amargo amanecer presagia la tragedia que será vivida; cientos de tulipas le envuelven, sus fieles trompetas le lloran, y pese a cargar el madero, y a la tortura vivida, su sereno rostro revela que su victoria está ya servida.
Los suyos, amedrentados no se atreven a confortarle, son las valientes mujeres, que por parir saben de dolores, las únicas que se aventuran; “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos”; de entre las santas mujeres una gallarda se acerca, de su cabeza saca el velo y a Jesús la cara seca; él le mira agradecido y una reliquia le entrega, el vero icono de su rostro para que recordarle puedan; más no le otorgó uno, que hasta en eso se dió generoso: tres le fueron concedidos; el primero para Roma, otro para Jerusalén, y el tercero, tengo por cierto, dióselo para Jaén.
Manuel María Latorre Delgado