Pregón de Semana Santa 1988

... Hay bastantes cofrades de Jesús Nazareno que no duermen esa noche. Esperan el momento de formar guión a las cinco de la mañana y esas horas primeras del día transcurren entre vía crucis, oraciones y preparación. Para el conocedor profundo de la Semana Santa no es tan sólo la salida lo que puede impresionar o el propio desfile procesional de una Cofradía. Hay dos formas, pues, de ver la Semana Santa, como puede haber dos formas distintas de “vivir” la Semana Santa. Se puede ser cofrade activo con todo lo que ello representa o mero espectador. Se puede ser penitente o turista y, a veces, da la impresión de que algunos penitentes en el propio guión van de turistas.

Con Jesús Nazareno se rompen un poco los moldes. De alguna manera todo un pueblo deja de ser mero espectador y participa de un no sé qué especial que flota en la Plaza de Vázquez de Molina durante la interpretación del Miserere. Se ha detenido el tilín, tilín de la campanilla; varales y varalillos encendidos forman a lo largo del Pasaje de Jesús una imagen estremecedora en la que se combinan luces, capiruchos, estandartes, gente...; se ha abierto de par en par la puerta de la Consolada y un pueblo entero calla para verter en sonoro silencio su plegaria. ¡Jesús, que no sea nada lo de mi padre...!, ¡Jesús, que mi madre mejore de su mal!, ¡Señor dame fuerzas ahora que estoy sola...!, ¡Jesús, que mi hijo...!, ¡Jesús!, ¡Jesús!, ¡Jesús!... ¡todo es lamento en las trompetas!. Ante esa puerta o en el más alejado rincón de la plaza, se da cumplimiento a una infinidad de promesas hechas a lo largo de todo un año. La grandeza de todo un Dios cargado con una cruz impresiona. Su sombra se proyecta en las fachadas al paso silencioso de su trono. Son los albores del día. Sin pausa, le sigue la Madre Dolorosa, san Juan y la Verónica. El camino hacia el Calvario de cada año ha comenzado. Al alcanzar la plaza por primera vez, un tenue sol empieza a calentar. Tengo que ir a vestirme de la Caída...

José Luis Latorre Bonachera