...Precisamente tras el duermevela que reina en la madrugada que une el Jueves con el Viernes Santo, puedo ser testigo, como penitente nazareno, de que los ubetenses salen a la calle inusualmente, no a deambular, sino a seguir sus dormidos pero decididos pasos con actitud de recogimiento, hacia la Plaza de Santa María. Allí vamos a vivir un momento cumbre para delimitar con exactitud la personalidad, el perfil particular que define a Úbeda; unos minutos que se han ido asentando con el tiempo sobre los posos de miles de recuerdos vertidos por cuantos, alguna vez, los han presenciado.
A las siete de la mañana cuando todos estamos allí, presentes y ausentes, la puerta de La Consolada se abre e irrumpe, con el sosiego de siempre, Jesús. Se para, queda quieto para escucharnos y para invitarnos a hablarle deja que suene el emblemático Miserere -se oye el Miserere de fondo- .
Rota nuestra inicial timidez nos abrimos por dentro y a pecho descubierto nos aferramos a Él intentando asirnos a todo lo bueno, que del Bueno hemos aprendido. Lo hacemos en un silencio tan generalizado que acongoja a la vez que nos recoge: es tan rotundo que sin quererlo somos capaces de percibir y sentir sin mirar el curso que van describiendo nuestras propias lágrimas y las ajenas que se convierten en chorro de emoción cuando tomamos conciencia de que nos mira y atiende a cada uno de nosotros particularmente. Estamos entregados a Jesús pero adivinamos junto a Él la imagen entre brumas de nuestros seres perdidos como si nos quisieran decir que estemos tranquilos, que no nos esforcemos en adornar más nuestros pedimentos, pues ellos ya interceden también; quizás sea una forma de sugerirnos que obremos más y mejor; Él ya conoce sobradamente la verdadera sinceridad de las intenciones que anidamos.
Dos años de nuestra existencia los condensamos en apenas unos minutos de mirada firme y anhelante: el pasado y el que está por venir hasta que nuevamente este encuentro se consume, a cielo abierto, para no tener la tentación de engañar a las estrellas...
A las siete de la mañana cuando todos estamos allí, presentes y ausentes, la puerta de La Consolada se abre e irrumpe, con el sosiego de siempre, Jesús. Se para, queda quieto para escucharnos y para invitarnos a hablarle deja que suene el emblemático Miserere -se oye el Miserere de fondo- .
Rota nuestra inicial timidez nos abrimos por dentro y a pecho descubierto nos aferramos a Él intentando asirnos a todo lo bueno, que del Bueno hemos aprendido. Lo hacemos en un silencio tan generalizado que acongoja a la vez que nos recoge: es tan rotundo que sin quererlo somos capaces de percibir y sentir sin mirar el curso que van describiendo nuestras propias lágrimas y las ajenas que se convierten en chorro de emoción cuando tomamos conciencia de que nos mira y atiende a cada uno de nosotros particularmente. Estamos entregados a Jesús pero adivinamos junto a Él la imagen entre brumas de nuestros seres perdidos como si nos quisieran decir que estemos tranquilos, que no nos esforcemos en adornar más nuestros pedimentos, pues ellos ya interceden también; quizás sea una forma de sugerirnos que obremos más y mejor; Él ya conoce sobradamente la verdadera sinceridad de las intenciones que anidamos.
Dos años de nuestra existencia los condensamos en apenas unos minutos de mirada firme y anhelante: el pasado y el que está por venir hasta que nuevamente este encuentro se consume, a cielo abierto, para no tener la tentación de engañar a las estrellas...
Mariano José Herrador Guardia