Pregón de Semana Santa 1999

...Precisamente tras el duermevela que reina en la madrugada que une el Jueves con el Viernes Santo, puedo ser testigo, como penitente nazareno, de que los ubetenses salen a la calle inusualmente, no a deambular, sino a seguir sus dormidos pero decididos pasos con actitud de recogimiento, hacia la Plaza de Santa María. Allí vamos a vivir un momento cumbre para delimitar con exactitud la personalidad, el perfil particular que define a Úbeda; unos minutos que se han ido asentando con el tiempo sobre los posos de miles de recuerdos vertidos por cuantos, alguna vez, los han presenciado.

A las siete de la mañana cuando todos estamos allí, presentes y ausentes, la puerta de La Consolada se abre e irrumpe, con el sosiego de siempre, Jesús. Se para, queda quieto para escucharnos y para invitarnos a hablarle deja que suene el emblemático Miserere -se oye el Miserere de fondo- .

Rota nuestra inicial timidez nos abrimos por dentro y a pecho descubierto nos aferramos a Él intentando asirnos a todo lo bueno, que del Bueno hemos aprendido. Lo hacemos en un silencio tan generalizado que acongoja a la vez que nos recoge: es tan rotundo que sin quererlo somos capaces de percibir y sentir sin mirar el curso que van describiendo nuestras propias lágrimas y las ajenas que se convierten en chorro de emoción cuando tomamos conciencia de que nos mira y atiende a cada uno de nosotros particularmente. Estamos entregados a Jesús pero adivinamos junto a Él la imagen entre brumas de nuestros seres perdidos como si nos quisieran decir que estemos tranquilos, que no nos esforcemos en adornar más nuestros pedimentos, pues ellos ya interceden también; quizás sea una forma de sugerirnos que obremos más y mejor; Él ya conoce sobradamente la verdadera sinceridad de las intenciones que anidamos.

Dos años de nuestra existencia los condensamos en apenas unos minutos de mirada firme y anhelante: el pasado y el que está por venir hasta que nuevamente este encuentro se consume, a cielo abierto, para no tener la tentación de engañar a las estrellas...

Mariano José Herrador Guardia