En la opacidad de mi remanso la Plaza de Vázquez de Molina es un ascua coruscante.
El palpitar del sagaz y experimentado moldeador Andrés de Vandelvira, se oye por todos los resquicios de los hieráticos monumentos.
En el intradós de dioses mitológicos, en el friso, en la clave, en las jambas y en los grutescos, en los decorados contrafuertes, en las guirnaldas y bucranios, en los bien timbrados escudos de los fundadores de la Sacra Capilla de El Salvador, arrogante y maravillosa joya del Renacimiento español, se anida el tañer quejumbroso de una vetusta campanilla.
Los parteluces del esclarecido Parador del Condestable Dávalos se bruñen con la volutas de un incienso inmaculado.
En la bizarra galería del sugestivo Palacio del Marqués de Mancera se refugian los incipientes balbuceos primaverales y las exuberantes cariátides del prodigioso Palacio de las Cadenas plañen ante el penetrante y arcano conjuro de metales venerables.
Los cimientos de Santa María cobijan, entre convulsiones de estupor, la punzante armonía del patético Miserere, que subyuga la transida espera de una Virgen dolorosa, junto a Juan Evangelista y una mujer Verónica, quienes se transmutan en delicadeza ante la llegada del Supremo Hacedor.
Rima el cielo una balada
con las trementes estrellas
frangibles, tenues y bellas
entre la brisa morada,
y a nuestra Plaza poblada
van entrando penitentes
con varales relucientes
de tulipas encendidas
y las velas compungidas
zozobran junto a las gentes.
Pendón de ancestral sabor
con lamentos de trompeta,
la Consolada se agrieta
entre girones de albor,
trepida un clarín de amor
surcando aires sagrados
y entre arpegios tremolados
el Miserere estremece
y una lágrima se mece
en susurros desmembrados.
Una mudez fulminante
se palpa en Santa María
y un trasfondo de latría
se asoma fortificante,
denso encuentro fascinante
que aboca a la conversión.
¿Quién nos llena de emoción
embargada por el llanto
en el magno Viernes Santo?
¡Es JESÚS! ¡Dulce visión!.
El palpitar del sagaz y experimentado moldeador Andrés de Vandelvira, se oye por todos los resquicios de los hieráticos monumentos.
En el intradós de dioses mitológicos, en el friso, en la clave, en las jambas y en los grutescos, en los decorados contrafuertes, en las guirnaldas y bucranios, en los bien timbrados escudos de los fundadores de la Sacra Capilla de El Salvador, arrogante y maravillosa joya del Renacimiento español, se anida el tañer quejumbroso de una vetusta campanilla.
Los parteluces del esclarecido Parador del Condestable Dávalos se bruñen con la volutas de un incienso inmaculado.
En la bizarra galería del sugestivo Palacio del Marqués de Mancera se refugian los incipientes balbuceos primaverales y las exuberantes cariátides del prodigioso Palacio de las Cadenas plañen ante el penetrante y arcano conjuro de metales venerables.
Los cimientos de Santa María cobijan, entre convulsiones de estupor, la punzante armonía del patético Miserere, que subyuga la transida espera de una Virgen dolorosa, junto a Juan Evangelista y una mujer Verónica, quienes se transmutan en delicadeza ante la llegada del Supremo Hacedor.
Rima el cielo una balada
con las trementes estrellas
frangibles, tenues y bellas
entre la brisa morada,
y a nuestra Plaza poblada
van entrando penitentes
con varales relucientes
de tulipas encendidas
y las velas compungidas
zozobran junto a las gentes.
Pendón de ancestral sabor
con lamentos de trompeta,
la Consolada se agrieta
entre girones de albor,
trepida un clarín de amor
surcando aires sagrados
y entre arpegios tremolados
el Miserere estremece
y una lágrima se mece
en susurros desmembrados.
Una mudez fulminante
se palpa en Santa María
y un trasfondo de latría
se asoma fortificante,
denso encuentro fascinante
que aboca a la conversión.
¿Quién nos llena de emoción
embargada por el llanto
en el magno Viernes Santo?
¡Es JESÚS! ¡Dulce visión!.
Antonio del Castillo Vico